martes, 18 de diciembre de 2012

Órbitas celestes

La última de sus cartas la había utilizado para señalar el punto por el que iba mi lectura de aquel libro. La verdad es que no pensaba que aquella obra me fuera a decir nada de provecho. Sin embargo, me había llamado poderosamente la atención que un título que podría haberse encontrado en las estanterías de una biblioteca anterior al siglo XV apareciera entre las obras de divulgación científica editadas en este mismo año. Sobre el lugar del hombre en el Universo. Una defensa de la teoría geocéntrica. Estas letras aparecían impresas en negro sobre las tapas rojas, al igual que algo así como un esquema del sistema solar en el cual, sobre cada una de las pequeñas esferas, habían colocado el nombre de un planeta. En el centro de todos aquellos círculos concéntricos se encontraba la que llevaba sobre ella la inscripción “Tierra”.

Llegué a mi casa y dejé el libro a un lado sacando de entre sus hojas aquella carta. Sabía que ella las dejaba en mi buzón directamente porque en el sobre nunca había sello. La desplegué y suspiré profundamente. Su letra era cuidada y el simple hecho de que hoy en día alguien escribiera a mano una carta ya decía mucho de su personalidad. Asimismo, comprobar lo cuidado de sus expresiones, la coherencia que todo el texto sostenía y su limpieza absoluta, sugería que era un escrito que había sido pasado a limpio más de una vez.

Comencé a leer la carta aun cuando podía imaginarme el contenido. Llevaba recibiendo misivas como aquella más de un año y medio. En ellas me decía que pensaba en mí todo el tiempo, que me amaba (cito textualmente) con una fina locura, que todas las letras que se imprimían sobre aquel papel mostraban el amor que por mí sentía. Y todas y cada una de aquellas cartas decían exactamente lo mismo, aun cuando utilizara otras palabras. He de admitir que al principio la novedad fue divertida, pero con el paso del tiempo se tornó un tanto pesada. No es que pareciera amenazadora u obsesiva, sino aquellas cartas eran como comer lo mismo todos los días.

“Hoy no sabría qué decirte”, comenzaba el primer párrafo. Pero como yo sí conocía lo que seguramente vendría después, guardé nuevamente el pliego en el sobre y abrí el libro sobre la mesa. En seguida me vi absorbido por aquella otra lectura. Sus páginas explicaban con asombrosa claridad todas las teorías sostenidas hasta el momento que defendían la posición central de la Tierra, no sólo dentro del Sistema Solar sino también del Universo entero. Explicaba sobre todo la noción mantenida por Aristóteles y cómo el concepto que sostuvo de espacio le había llevado a proclamar que las esferas celestes se encontraban en una especie de danza alrededor de aquella esfera que llamábamos Tierra. ¡Qué absurda parecía aquella teoría!

Entonces me acordé de la carta que todavía estaba sobre la mesa. Abrí uno de los cajones y saqué la carpeta marrón que en su momento había reservado para guardar todas las que me había escrito. Normalmente, en cada una de ellas, describía cada uno de los momentos del día en el que se había acordado de mí, las horas en las que me había pensado y cómo toda su jornada rondaba en torno a un pensamiento acerca de mí. Me contaba cómo imaginaba que sería estar a mi lado, girar acompasadamente mientras bailábamos abrazados por la noche, llegar a casa y poder contarme el día mientras mi sonrisa le iluminaba el rostro. Guardé la carta junto a las demás y retomé el libro.

Aristóteles comprobó que al soltar un cuerpo a cierta altura, éste caía siempre hacia el lugar más bajo en busca del reposo. Y como todos los cuerpos caían hacia la Tierra, ésta debía ser el lugar más bajo y por tanto más céntrico del Universo. Sin embargo, al aparecer la física newtoniana, desechó esta idea. La posición no era una cualidad de los cuerpos sino una referencia respecto de un eje de coordenadas. No había centro en torno al cual gravitar: el Universo era infinito.

Cuando despegué mis ojos de las letras el sol se había puesto. ¿Recibiría mañana otra de aquellas cartas? La situación comenzaba a ser un tanto agotadora. Como no sabía qué hacer para contestarla, en una ocasión dejé pegada con un trozo de celo sobre mi propio buzón, una carta para ella. Decía que no sabía quién era, pero que por favor parase de hacer aquello, que no necesitaba a nadie dando vueltas y más vueltas a mi alrededor. Sin embargo, no funcionó. En su lugar me escribió nuevamente diciéndome que se sentía irremediablemente atraída hacia mí como si una fuerza gravitatoria estuviera actuando sobre ella, y que evitarlo no era cuestión suya sino de la naturaleza.

Sacudí la cabeza tratando de deshacerme de todas aquellas ideas mediante la fuerza centrífuga. Agarré por los extremos las dos páginas contrapuestas del libro y volví a sumergirme en una astronomía de andar por casa. El caso era que aquella obra pretendía demostrar que la misma razón que había desbancado la concepción aristotélica del Universo también podía hacerlo con la newtoniana. Es decir, si era cierto que el Universo no tenía centro al que todos los cuerpos cayeran, entonces no podíamos asegurar que algo se mantuviera fijo mientras los demás cuerpos celestes giran a su alrededor. Las esferas de los cielos se moverían únicamente en relación con un punto de observación concreto. El hecho de haber elegido el sol como punto de referencia únicamente consistía en una cuestión de consenso que, en principio, no mostraba razón alguna para que no pudiera ser abandonada. Los pasajeros de un tren parecen estar quietos unos respecto a otros, pero no es así en relación con quienes los ven pasar desde el andén.

Seguir aquel argumento me había agotado bastante, así que decidí que para descansar un rato leería aquella carta, como había hecho con todas. “Hoy no sabría qué decirte”, comenzaba. Pero después continuaba de una forma abrupta que nada tenía que ver con las epístolas anteriores. No existía la retahíla amorosa a la que me tenía acostumbrado. Aquello hizo que inconscientemente me echara sobre el papel. Decía que no tenía muy claro qué era lo que había pasado, pero no estaba dispuesta a seguir más tiempo con aquello. Abandonaba el baile, dejaría de rondar a mí alrededor. Después, se despedía con un lacónico “adiós”, en el que no se leía siquiera rasgo alguno de tragedia.

Dejé nuevamente a un lado la carta, sin asimilar realmente lo que había leído. Absorto en un instante vacío, sin pensamiento alguno, dejé la carta a un lado y retomé el libro. Las últimas páginas estaban dedicadas a explicar la situación que generaba aquel argumento. Sin centro en el Universo no hay eje privilegiado en torno al cual giren las esferas. La Tierra sólo giraba en torno al Sol en la medida en que habíamos decidido que así fuera al tomar éste como punto de referencia estable. Pero no tenía por qué haber sido así.

Amanecía. La carta arrugada estaba metida entre las últimas páginas del libro. De hecho, a simple vista parecía un pliego más de éste. La cogí mientras observaba cómo aparecían sobre los tejados de las otras casas los primeros rayos de sol. Y sentí que en aquel instante la Tierra se detenía al tiempo que el Sol comenzaba a elevarse en el cielo. Saqué un lápiz del bote que tenía sobre la mesa, extendí un pliego de papel sobre ella, y comencé a escribir una carta sin tener muy claro cómo la haría llegar hasta ella.

FIN

Enrique Forniés Gancedo

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miércoles, 12 de diciembre de 2012

Hallazgo

Tras la impertinencia natural del calendario
aprendimos a lavarnos las manos con respeto.

La sobriedad de un cuerpo
llorado de años
fue nuestra definición exacta.

Nos descalzamos de letras capitales,
para sentir la humedad del lenguaje
y abandonarnos a cualquier cuenta más allá de cero.

Así nos encontraron:
perdidos en el entusiasmo de saber
que desde aquel momento
somos dignos de ser heridos.

Enrique Forniés Gancedo

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miércoles, 5 de diciembre de 2012

Mundanza

Cambiamos de persona
sin mudar de cuerpo
como el papel que conoce el fuego.

Caminamos despedidas
bajo un cristal de cemento
haciendo tonalidad las horas.

Practicamos la alquimia de la papiroflexia
dejando nuestra piel trazada
con pliegues de otras personas.

Sustituimos bocetos por tiempo,
proyectos por horas
y humor por sonrisas.

No hay duda de que en alguno de estos cambios
nos dejaremos la vida.

Enrique Forniés Gancedo

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martes, 27 de noviembre de 2012

El marco

Llegó el día en que no pude soportarlo más y le hice la pregunta:

—¿Por qué tienes un marco vacío en la mesilla?

Efectivamente. Encima de la mesilla del salón, bajo un flexo que apuntaba hacia abajo con aspecto cansado, mi tío tenía un pequeño marco fotográfico, de color negro lacado y del tamaño de una cuartilla doblada por la mitad. Aquel objeto había atraído mi atención desde que era niño pero nunca me había atrevido a comentarlo. Recuerdo que las primeras veces que reparé en él no le presté demasiada atención. Debía tratarse de un cuadro que había quitado o de una fotografía que pondría próximamente. Sin embargo, cada vez que iba con mis padres a visitar a mi tío, yo aprovechaba para echar alguna mirada furtiva al marco. Nadie más lo hacía y nunca escuché a mis padres comentar nada sobre este asunto, por lo que tampoco me atrevía a ser muy descarado al respecto. Por aquel entonces pensé que debía existir alguna explicación que pertenecía al mundo de los adultos, una razón fuera de mi alcance y que todos entendían menos yo. Así que, por no quedar como un tonto, decidí mantener vigilado aquel objeto sin poner sobre aviso a nadie. Tampoco es que me sentara a observarlo. No esperaba que comenzara a moverse o cambiara de color. Simplemente me limitaba a echarle un corto vistazo cuando llegábamos a su casa y otro cuando nos íbamos.

Después, con el tiempo, aquello que me inquietaba comenzó a convertirse en lo único que me aportaba tranquilidad. Yo iba creciendo y comenzaba a descubrir mis primeras angustias. El amor, la muerte, las primeras teorías metafísicas sobre la realidad. Pensaba que pocas cosas eran importantes y que la mayor parte del tiempo lo perdíamos en obligaciones y mandatos que procedían de otras personas. Aquello me preocupaba porque parecía que alguien había acelerado el paso de los acontecimientos y únicamente yo parecía haberme dado cuenta. Tenía un ansia de vivir atroz, pero no sabía cómo hacerlo. En aquel periodo, el marco se convirtió en una especie de asidero, en una piedra en medio del río que no se dejaba arrastrar por la corriente. Todo cambiaba a su alrededor menos él, por lo que cada vez que iba a casa de mi tío y descubría que continuaba allí, delimitado únicamente por los cuatro pequeños y oscuros bastidores, se me escapaba de manera inconsciente un suspiro que nadie más escuchaba.

No recuerdo exactamente cuándo comencé a visitar a mi tío sin mis padres ni la razón por la que empecé a hacerlo. Lo único que sé es que, cuando estaba en la universidad, comencé a tomar por costumbre ir a comer a su casa dos viernes de cada mes. Nadie lo estableció así, pero cuando me di cuenta hacía tiempo que se había convertido en una costumbre. A menudo comíamos en el salón, en una mesa baja que tenía frente al sofá, de manera que aquel marco quedaba a mi izquierda, tan cerca de mí que podría haberlo cogido en cualquier momento. De hecho, alguna vez pensé en hacerlo: cogerlo como si me hubiera llamado la atención repentinamente y juguetear con él entre las manos mientras lo observaba esperando a que él me dijera algo. Pero nunca encontré la fuerza para ello, pues imaginaba que si lo hacía ofendería a mi tío de alguna forma. Por aquella época me gustaba decir que había algunas personas que tenían aura. Lo decía de todas aquellas a las que consideraba que se ocupaban de lo realmente importante y vivían sin que les afectasen las cosas comunes. Es posible que hicieran lo mismo que el resto de personas, pero lo hacían por otros motivos. Y como desconocía los motivos por los que aquel marco había llegado allí, no me atrevía ni siquiera a tocarlo.

Como decía, por aquel entonces me asaltaban esas angustias metafísicas que más adelante acabaría matando con el trabajo. Inquietudes que pensé oportuno comentar con mi tío, pues él parecía emanar una especie de equilibrio físico y emocional del que yo carecía completamente. A causa de estas conversaciones, comencé a frecuentar su casa más a menudo. Aquellas charlas se producían por lo general después de comer porque también fue en aquella época cuando comencé a aficionarme al café. En ocasiones, nuestras conversaciones se prolongaban hasta la noche sin que perdieran su ritmo constante. Los argumentos fluían y me sentía arrastrado por la necesidad de las palabras. Hablaba porque no tenía más remedio que hacerlo. Sin embargo, pese a que en innumerables ocasiones llegué a confesarle cosas terribles sobre mi propia personalidad y los deseos que impulsaban mi vida, nunca me atreví a mencionarle nada sobre aquel marco vacío que parecía escuchar atentamente cada una de nuestras conversaciones.

Recuerdo que la noche que cumplí veinte años soñé con aquellas cuatro maderas lacadas de color negro. Lo tenía en frente de mí. En ocasiones parecía tan grande como una puerta y otras era capaz de sostenerlo en la mano. En el sueño seleccionaba fotografías que tenía dispersas sobre una mesa sin bordes y trataba de hacerlas encajar dentro de aquel cuadrado. No sabía cuándo se habían hecho, pero yo era consciente de que aquellas fotografías eran mis recuerdos y únicamente aquellos que pudieran encajar dentro del marco se salvarían. El resto serían quemados por alguien que vigilaba aquella escena desde algún punto de la oscuridad. Recuerdo la angustia de tratar de encajar las fotografías, una detrás de otras, doblando las esquinas, poniéndolas en horizontal, girándolas, presionándolas con fuerza contra el marco. Entonces el sudor comenzó a brotar a borbotones por todos los poros de mi piel e inundó la mesa sobre la que estaban repartidas todas las imágenes. Yo gritaba que me estaba desangrando pero en realidad decía que me estaba olvidando de todo. Entonces saltaba encima de la mesa y caminaba hacia el marco. Como todas mis fotografías se habían ido con la corriente mi cuerpo apenas pesaba y flotaba sobre mi propio sudor. Así que caminé hacia aquel marco que ahora parecía medir más de dos metros de alto. Caminaba hacia él a pesar de que era consciente de que cuando me encontrara entre aquellos bastidores, algo terrible iba a pasarme. Cerré los ojos y continué caminando. Cuando los abrí no vi el marco delante de mí. Giré la cabeza y lo encontré a mi espalda. No recuerdo más del sueño.

Aquella imagen comenzó a asaltarme de vez en cuando. Era un pensamiento recurrente que me golpeaba en los momentos más inesperados. Si leía un libro, enseguida encontraba menciones a marcos de referencia o cuestiones encuadradas en un contexto. Si hablaba con alguien, me contaba el cuadro que se me había montado en su casa cuando se rompió el marco de la puerta de entrada. Si trataba de dibujar algo, únicamente podía trazar esquinas que se unían mediante líneas horizontales. Aquel marco nunca aparecía como tal frente a mí, nunca se materializaba como un objeto, pero las situaciones que evocaban su imagen se me hacían cada vez más habituales y me golpeaban cada vez más fuerza. Todo lo que me sucedía en el mundo podía representarse como un marco vacío. No volví a soñar con aquel objeto, pero toda mi realidad se encontraba rodeada por él y comencé a pensar que en todo aquello había un sentido que nunca sería capaz de descifrar por mí mismo. Necesitaba alguien con una capacidad superior, alguien con un pensamiento con mayor alcance que el mío. Me sentía como un daltónico que por más que observa dos tonalidades distintas jamás logrará averiguar dónde se encuentra la diferencia.

Fue por eso por lo que se lo pregunté. Un día, en mitad de uno de aquellos silencios reflexivos y a veces incómodos que manteníamos tras un cruce de argumentos, mi estado de nervios llegó a un límite insoportable. Es posible que el café tuviera algo que ver al respecto. Agarré aquel pequeño recuadro vacío de madera lacada y dije:

—¿Por qué tienes un marco vacío en la mesilla?

Recuerdo que se echó hacia atrás y esbozó una sonrisa de medio lado que dejó entrever su colmillo derecho. Aquella mueca lobuna hizo que algo se me removiera por dentro.

—Me gusta que esté vacío —me contestó—. Mientras no contenga nada siempre podrá contener cualquier cosa. Si colocas la fotografía de un paisaje o de una persona, pero luego deseas dejar de ver cualquiera de las dos cosas, no bastará con que te deshagas de la imagen. La seguirás viendo aunque el marco esté vacío. Si realmente quieres olvidarla tendrás que deshacerte del marco. Sin embargo, si nunca pones nada, siempre podrá contener cualquier cosa.

Algo en sus palabras o en el tono en el que las pronuncio me sugirió un fondo de pose y falsedad, un papel bien aprendido que había estado guardando hasta que alguien le preguntara por aquel marco. Aquella contestación, tan intencionadamente cargada de metafísica, me decepcionó. El aura de mi tío se desvaneció en aquel mismo instante porque supe que si hacía las cosas por motivos diferentes al resto de personas, era por casualidad, puesto que ni él mismo sabía los motivos por los que tenía un marco vacío encima de la mesilla. Aquellas razones las había inventado alguna tarde de aburrimiento y había quedado tan satisfecho con ellas que había decidido compartirlas únicamente con quien considerara digno de conocerlas. Sin embargo, a mí me parecieron ridículas, absurdas y tan cargadas de superficialidad que perdí el interés por ellas de inmediato. Desde aquel momento, mi tío pasó a convertirse en alguien completamente plano y sin nada interesante que decir acerca de mis angustias y preocupaciones personales. En cierto modo, me sentí traicionado, por lo que decidí guardarme aquellas inquietudes para mí mismo y no volver a compartirlas con nadie.

No sé muy bien por qué pero últimamente me acuerdo de aquellos momentos de mi vida. No sé si fueron felices pero los recuerdo con nostalgia, que viene a ser lo mismo. Me he mudado a una ciudad distinta y mis cosas están distribuidas en el interior de varias decenas de cajas dispersas por el salón de una casa nueva. He sacado mis pertenencias más básicas, lo mínimo para poder subsistir hasta que consiga sacudirme la pereza y comience a ordenar mi vida. Sin duda, lo que más me está costando es decidir dónde colocaré el marco vacío.

FIN

Enrique Forniés Gancedo


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martes, 20 de noviembre de 2012

Causabilidad

El despertador tronó a las cinco de la mañana porque el día anterior lo había dispuesto así. Lo hizo porque había recibido una llamada citándole para una entrevista de trabajo al día siguiente. Llamada que era el fruto de haber mandado su currículo a una oferta de empleo que encontró en una página de Internet. Bajo otras circunstancias podría haberse levantado más tarde, pero dos días atrás se le había averiado el coche al no pisar correctamente el embrague durante un cambio de marchas, así que debía hacer el trayecto en transporte público y desconocía el tiempo que esto le llevaría. La caja de cambios se había estropeado porque forzó la palanca sin pisar el embrague hasta el fondo, pues su condición de zurdo había provocado que tuviera el pie izquierdo resentido por haber dado una patada a una lata que, pese a estar tirada frente a su casa en la acera de la calle, no estaba vacía.

Aun cuando lo hubiera prometido, el mecánico no le había devuelto el coche a tiempo porque no había conseguido terminar todo el trabajo que tenía previsto para esa semana. Y no lo había hecho porque llevaba durmiendo mal algo menos de un mes. Daba vueltas en la cama, le habían salido brotes de dermatitis y discutía con su mujer acerca de la responsabilidad de cada uno sobre el hecho de que su hijo hubiera suspendido cinco asignaturas. Discutir lo alteraba, así que después de estas conversaciones no conseguía conciliar el sueño. Sin embargo, desconocía que su hijo suspendía porque no le gustaba lo que estudiaba. Hacía tres años que había elegido aquellas asignaturas que su padre le sugirió únicamente porque sabía que a su padre no le gustaba discutir y no pretendía disgustarlo. Era un buen chico aunque algo confuso. El caso es que, al no contar con el coche a tiempo, la tarde anterior a la entrevista había tenido una amarga discusión con el mecánico durante la cual le hizo saber lo importante que era para él haber tenido el coche ese día y lo mucho que le afectaba su irresponsabilidad.

Continuaba dándole vueltas a aquellas ideas cuando se apeó del autobús. El lugar donde se encontraba la parada era el comienzo de una calle infinita con inmensas naves industriales plantadas a los lados. Dio la casualidad de que era la primera vez que el conductor hacía aquella ruta, así que no pudo darle ninguna de las indicaciones que le pidió. Era pronto, por lo que no había nadie caminando por las aceras. Los únicos habitantes de aquel lugar parecían ser inmensos camiones de seis ejes que pasaban a su lado desprendiendo ruido y calor. Se detuvo tratando de recordar el nombre de la calle que le había dicho aquel tipo por teléfono. Cuando colgó había apuntado la dirección en un borrador de mensajes en el móvil, pero había dejado el teléfono en casa porque esa misma madrugada se le había quedado completamente sin batería. Lo había llamado una amiga a las cuatro de la mañana para contarle que su gato había muerto. Lo había llamado a él porque sabía que era la única persona que podía entenderla. Habían mantenido una relación dos años atrás en la que compartieron muchas confidencias al coincidir con un periodo duro de la vida de ella. A los dos meses de comenzar la relación, los padres de aquella chica habían muerto en un accidente de tráfico. Desde aquel instante, se había volcado en él completamente y él se había acostumbrado a escucharla en todo momento. Aquella madrugada afirmó una costumbre que nunca se había perdido: ella sentía necesidad de hablar con alguien que comprendiera la importancia de que su gato hubiera muerto, así que él la escuchó hasta que su móvil también murió porque sabía que ella lo había pasado mal con la muerte de sus padres. Así que esa mañana había tenido que marcharse sin teléfono móvil y sin la posibilidad de comprobar una última vez la dirección que le facilitaron. Y ahora se encontraba en medio de una calle sin principio ni fin, incapaz de recordar la dirección porque no hacía más que acordarse de ella y de su gato y de lo mucho que le habría afectado aquello debido a su carácter sensible a esas cosas desde la muerte de sus padres. Además, él había tenido una gata, por lo que era consciente de lo que suponen ese tipo de cosas.

Decidió caminar en línea recta, calle arriba, porque no podría haberlo hecho de otra forma. Buscar de manera aleatoria por las callejuelas que salían de uno y otro lado hubiera sido tan ridículo como absurdo. Resultaba imposible calcular las probabilidades de acertar por casualidad con la que calle que estaba buscando. Decidió que caminaría por la avenida principal, en línea recta, hasta encontrarse con alguien a quien pudiera preguntar, aunque tampoco tuviera muy claro qué podría haber preguntado de haberse encontrado con alguien. Pero esto último no importaba. Al fin y al cabo la decisión estaba más allá de toda lógica: caminar en línea recta era lo que hacía cuando se perdía desde que tenía nueve años. Dando un paseo con sus padres se había soltado de la mano de su madre porque en aquel preciso instante el dueño de una tienda de juguetes colocaba en el escaparate un oso panda de peluche del tamaño de una persona adulta. Se acercaba la navidad y aquel hombre, dueño de una pequeña pero luminosa tienda, siempre había sentido preferencia por los osos panda desde que sus padres le regalaron uno de peluche el día que le sacaron una muela porque le estaba saliendo otra exactamente en el mismo sitio. Cuestión de genética, pues a su abuelo le había pasado exactamente lo mismo y como por aquellos tiempos no se estilaba tanto ir al dentista, estuvo toda la vida con dolores en el lado izquierdo de la boca. Cuando giró la cabeza para comentar el tamaño del oso con sus padres, en lugar de con sus padres se encontró con un agitado mar de piernas. Así que dio media vuelta en línea recta y caminó tratando de no llorar hasta que un policía lo encontró y lo llevó a comisaría, donde sus padres lo recogieron. El policía le recriminó su falta de responsabilidad y lo mucho que habría disgustado a sus padres debido a lo importante que un hijo es para ellos. De camino a casa, para aliviarle el llanto y como adelanto de lo que iba a ser su regalo de navidad de todas formas, al pasar frente a una tienda de animales, sus padres le regalaron una gata color canela con rayas en el lomo. Así que, siempre que se perdía, caminaba en línea recta hasta que encontraba algo que le sirviera de referencia debido a la muela torcida de aquel señor que murió antes de que él naciera.

Pese a que tanto él como el tiempo avanzaban, las aceras continuaban desiertas. Sus únicos acompañantes eran aquellos gigantescos camiones de seis ejes que pasaban por su izquierda haciendo retumbar el pavimento. Al tropezar con un bache, de la caja de uno de aquellos camiones salieron disparadas varias plumas blancas, probablemente de gallina. Imaginarse aquellas aves, apiñadas en jaulas unas encima de otras, le hizo sentir nauseas. Eran cosas como esa las que le reforzaban en su vegetarianismo. Decidió dejar de comer carne a los doce años. Soñó que se comía a la gata que le regalaron sus padres mientras ésta le pedía explicaciones al respecto. Como en el sueño no encontró ninguna razón que darle al animal, una vez despierto tampoco la encontró para continuar comiendo carne, así que, en cuanto sus padres se lo permitieron, abandonó el hábito de consumir de carne. Aquello hizo que comenzara a soñar con fundar una granja ecológica donde a los animales se los tratara con delicadeza y respeto. Principalmente tendría vacas y gallinas que, junto a lo que plantara en el huerto, le aportarían lo básico para vivir. Sin embargo, aquel proyecto se quedó en conseguir que a los dieciséis años sus padres le dejaran cruzar a la gata. Después, como no podía hacerse cargo de ellos, los cachorros fueron regalados a diferentes personas. Y algunas de aquellas mascotas fueron también cruzadas. Una de ellas, una gata también de color canela pero sin rayas en el lomo, tuvo una camada de tres machos y dos hembras. De estos, el macho de la mancha negra en la punta de la nariz fue adoptado por una chica cuyos padres morirían en un accidente de tráfico probablemente debido a un fallo en los frenos del coche. Ella nunca hubiera tenido gato, pero aquella mancha en la nariz le despertó algún tipo de ternura. Él había pasado incontables tardes lluviosas acariciando a aquel gato.

El camión se detuvo unos metros más adelante, frente a la puerta de una nave industrial de paredes grises y puerta metálica. Posiblemente, hubiera sido la oportunidad idónea para preguntar al conductor por la dirección que andaba buscando. Sin embargo, no hubiera servido de nada porque seguía sin poder recordar la dirección porque el gato de su novia se había muerto. Además, comenzó a sentir nauseas ante la idea de cruzarse con el individuo que conducía aquel camión: alguien al que no le importaba el trato que se le diera a los animales siempre y cuando pudiera intercambiarlos por dinero. Pero si continuaba caminando por aquella acera no tardaría en pasar junto a la cabina del vehículo. Además, tampoco podía soportar la idea de pasar junto a aquellas jaulas y asistir al horrible espectáculo que seguramente encontraría. Le asaltó la imagen de sí mismo devorando a su gata mientras ella le pedía explicaciones con una enigmática sonrisa bajo los bigotes. Miró hacia ambos lados y comenzó a cruzar la carretera adelantando con cuidado el pie izquierdo porque todavía lo tenía resentido desde que había dado aquella patada a la lata de la calle que resultó no estar vacía.

No vio acercarse al camión que venía por su izquierda porque el último lado al que miró mientras comenzaba a cruzar la carretera fue el derecho. Tampoco lo escuchó porque apenas oía por su oreja izquierda desde que su hermano le metió en ella un lápiz durante una discusión cuando tenía cinco años. Por eso tampoco había oído alejarse a sus padres cuando se quedó mirando el inmenso peluche en la tienda de juguetes y por eso caminaba recto cuando se perdía. De ahí que le hubieran regalado un gato cuya descendencia moriría años más tarde dejándolo a él perdido en la calle sin una referencia clara sobre el lugar al que se dirigía. Pero aquel lápiz no hubiera tenido punta si su tía no le hubiera regalado un estuche con un set de dibujo que incluía un brillante sacapuntas amarillo de plástico. Se lo regaló porque aquel quince de mayo era su cumpleaños, pues sus padres lo engendraron en agosto durante un viaje a California. Durante aquel viaje, sus padres recogieron un pequeño puñado de piedras en cada uno de los lugares que visitaron. Después, como símbolo de su felicidad y el futuro que adivinaban, los guardaron todos en una lata que hacía tiempo que no encontraban.

Durante el juicio, el camionero aseguró que no podía esperar que aquella persona saltase repentinamente delante del vehículo. Estaba caminando en línea recta y de pronto se lanzó a la carretera. Nadie podría haberlo averiguado. Además, el conductor alegó que, si pretendían ser seres humanos, todos los asistentes debían comprender su situación: su padre estaba enfermo y venía directamente del hospital con serias y profundas preocupaciones en la cabeza. Era imposible que hubiera podido percatarse de las absurdas e ilógicas intenciones suicidas de aquel hombre: esa gente está desesperada y actúa sin sentido. Y era cierto que había pasado la noche en el hospital, acompañando a su padre, sin apenas dormir, porque aquella noche su hermano no se pudo quedar aunque le tocara hacerlo. Discutieron y se acusaron entre ellos de no ponerse en el lugar del otro.

Falta de comprensión: es lo que dijo el conductor que había en este mundo cuando lo citaron a juicio.

FIN

Enrique Forniés Gancedo

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martes, 6 de noviembre de 2012

Cronometría

Alzado sobre mis huellas
observo el surco liso y muerto de los años.

He recorrido la historia de las piedras
con caminar de paso adelantado
y la frágil seriedad
de un fusil en la espalda.

No me arrepiento de hollar el mundo
ni de hablar por encima del suelo:
fue siempre necesidad de la existencia
y de no encontrar lugar
donde hallar la lluvia.

El resto es un ademán de palabras
que llena el surco de piedras.

Entonces cruzamos dos miradas,
despejo las incógnitas
y desciendo con la alegría
de haberme confundido de huellas.

Enrique Forniés Gancedo

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martes, 30 de octubre de 2012

Nómadas

Caer al otro lado de la especie,
haciendo de cada muerte
un acto de injusticia irrepetible.

Convertirnos en humanos:
trascendiendo las razones de la manada,
hiriendo nuestra personalidad
contra el amor que nos tenemos.

Haremos del realismo nuestro alimento
y del sentido común nuestro contrario.
Nos impondremos obediencia
tomando disposición de nosotros mismos.

Nunca estaremos seguros en nuestras manos
ni tendremos voluntad de silencio.
Agostaremos el invierno
con ademán de soberbia
y desprecio del verano.

Estaremos exactamente al otro lado
mirando con humedad en el pelaje
y la respiración entrecortada
la orilla al otro lado del río.

Enrique Forniés Gancedo

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miércoles, 16 de mayo de 2012

Inmóvil

Niños que deshacen su reflejo en los charcos. El sol resquebrajando los edificios de Madrid. Es Mayo y ayer llovió. No recuerdo la última vez que estuve triste y hace tiempo que dejé el colegio. Antes de las nueve el día siempre es un horizonte abierto. Arturo Soria es una de las pocas calles de Madrid que aún no se ahoga sobre sí misma. Tengo tiempo para llegar al trabajo y lo pierdo inútilmente esquivando los charcos.

Los semáforos pautan mi ética. Me muevo a su ritmo sin saber qué los mueve a ellos. Circuitos bajo tierra que se entrelazan, canales de impulsos nerviosos que provocan reacciones aquí o allá. Semáforos que cambian de color, farolas que se apagan, movimientos de personas, traslaciones. Las aceras como una gran epidermis donde se manifiestan las reacciones químicas internas. Madrid respira sin moverse. Gira sobre sí mismo como una inmensa rueda cinética.

Camino a ciegas, con finalidades pero sin estímulos. Ni siquiera sé si podría haber razones a favor o en contra de lo que hago. Lo hago y dentro de mí no siento voluntad de hacerlo. Tampoco la busco. Las hojas de los árboles son verdes.

Un ruido. Un grito. Un chirrido. Olor a goma quemada. Un frenazo a mi espalda seguido de insultos y voces inconexas. Giro sobre mis talones en un círculo perfecto. La tierra entera rota sobre mi propio eje y me encuentro de frente con los hechos. Una inmensa furgoneta gris está detenida en el centro exacto de la calzada, justo después de girar la esquina desde la calle principal. Un coche blanco ha estado a punto de chocar con ella al hacer el giro y ahora sus conductores gritan y agitan los brazos por la ventanilla. Parece un inmenso animal panza arriba que sacude sus patas intentando darse la vuelta. En la furgoneta no hay nadie. Es tan solo una inmensa mole de chapa que vibra con el motor encendido y que pestañea con sus luces de emergencia.

El ritmo se ha quebrado. Quienes salían del centro comercial se han detenido y miran la escena por encima de su hombro derecho. Los que continúan caminando han dejado de mirar por dónde van sus pasos y retuercen el cuello como si fuera un órgano independiente del cuerpo. Los niños dejan de distorsionar los charcos y yo estoy mirando en dirección contraria a donde en un principio me dirigía. Entonces, otro coche gira la esquina y sus ocupantes no ven los dos vehículos detenidos. Nuevamente un frenazo, más brusco, más sorpresivo aunque sea esperado por quienes admiramos la escena. Expresiones de sorpresa, susto e incluso decepción cuando los parachoques no colisionan entre sí. Nuevos gritos, palabras insultantes. Más bichos panza arriba.

El copiloto del último vehículo abre la puerta y asoma el tronco dejando una rara imagen como si de una persona sin piernas se tratara. Agita su brazo derecho en el aire justo en el momento en el que un tercer coche tuerce la esquina y choca sin que le dé siquiera tiempo a tocar el freno. El copiloto, dolorido por el impacto por clavarse el marco de la puerta en el pecho, se gira hacia el recién llegado y se apea del automóvil. Entonces alguien grita y un cuarto vehículo se encaja perfectamente en ese tren inmóvil. Mientras tanto, las luces de emergencia de la furgoneta siguen guiñando a un ritmo imperturbable.

Es en ese momento en el que el conductor del primer coche, que debido a la transmisión del choque, ha sido empotrado contra la furgoneta inmóvil, abandona su vehículo y llama la atención del copiloto que ya avanza con el puño en alto hacia el último de los coches de la fila. Un transeúnte saca del bolsillo su teléfono móvil y hace una fotografía de la escena utilizando el flash. Con ello consigue deslumbrar a la mujer copiloto del segundo coche que gira su cabeza hacia él y le increpa con un agresivo movimiento de barbilla.

Yo permanezco como un espectador más de la situación. Ni siquiera observo, tan solo contemplo. Son más de la nueve y el sol comienza a trazar un semicírculo utilizando como radio la línea de vehículos estrellados. A mi alrededor el volumen de la voces va en aumento y los pájaros han desaparecido. El semáforo continúa marcando su ética tricolor aunque nadie le preste atención. La furgoneta gris, como una inmensa mole de chapa, permanece clavada al asfalto, su cabina completamente vacía, el motor encendido y las luces de emergencia constantes. Animal inerte. Causa de todo.

La puerta del copiloto del segundo vehículo se abre y un brazo desde el interior impide a la mujer salir del coche. El transeúnte se guarda el móvil en el bolsillo y comienza a girarse hacia el lado opuesto cuando otros dos estallidos metálicos hacen patente el choque de dos automóviles más. Y después otro. Y luego otro. La fila ya dobla la esquina y comienza a atascar la vía principal. El aire se llena de alaridos de claxon e insultos. El copiloto del segundo vehículo llega hasta el que en su momento fue el último, agarra el limpiaparabrisas y lo retuerce mientras aprieta los dientes. Ése es el instante en el que lo alcanza aquel piloto que fue el primero en llegar. Toca en el hombro al violento y, sin mediar palabra, éste se gira sobre sí mismo y lanza un puñetazo al aire que se estrella contra la barbilla del conductor pacifista. Éste último cae al suelo, fulminado, carente de conciencia para el resto del día.

Entonces, todas las puertas de los coches se abren y desde el cielo la fila de vehículos parece un enorme ciempiés metálico aplastado contra el asfalto. Los ocupantes de los coches salen y corren hasta el lugar donde ha sucedido aquella reacción desproporcionada para su causa. Más gritos y amenazas. Un nuevo flash surge de la multitud y de alguno de los coches de la interminable fila sale un individuo que se abalanza sobre un peatón. Se oyen golpes sordos y a lo lejos se perciben los ecos de una sirena. En la calle es tal la algarabía que ya no se distingue ninguna palabra.

Varias personas se han echado encima del conductor agresivo y éste se sacude de un lado a otro como quien ha pisado un hormiguero de hormigas carnívoras. Continúan oyéndose choques metálicos periódicamente. Nuevos accidentes se suman a la cadena. La pelea se agrava cuando algunos intentan poner paz y acaban defendiendo de sus agresores a quien parecía haber sido un piloto agresivo. Y de pronto alguien salta sobre el cuarto vehículo en llegar y de una patada rompe la luna delantera. De pronto se han formado dos bandos. Algunos estiran sus brazos para intentar agarrar a aquella persona que ahora salta sobre el techo del coche. Otros, que parecen confraternizar con él, rompen a patadas los retrovisores y revientan el cristal de las ventanas.

Las manos en los bolsillos. Contemplo la batalla. Hay un eco de sirenas que las voces acolchan. Observo la furgoneta. Vacía. Motor encendido. Inmensa mole maciza. Presente antes que cualquiera de nosotros. Animal inerte. Sin propósito. Causa de todo. Y mientras me doy la vuelta pienso que, de existir un dios, seguramente actuaría de este modo.

FIN

Enrique Forniés Gancedo


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lunes, 9 de enero de 2012

Moebio

Llevo esperando horas. Llueve. Hace frío. No tengo humor ni cigarrillos. Me meto las manos en los bolsillos por crearme la ilusión de mantenerlas ocupadas. Pienso. No encuentro ideas. Trato de imaginarme cómo será el encuentro. Hace años, más de diez, que no la veo. Estará cambiada. Pero yo también. No nos reconoceremos. Eso jugará a mi favor. Llevo horas esperando.

La carretera se ilumina y aparece un coche azul oscuro. Por el ruido es un motor diesel. Demasiado revolucionado. Se detiene frente al portal desde el que observo la escena y se abre la puerta del copiloto. Veo bajarse a una mujer. No sé si es guapa. Sólo veo las piernas. Llueve a cántaros y mirarla es como ver una imagen codificada. No lleva falda. Calza unas deportivas blancas. El bajo acampanado de sus pantalones está empapado. Tras darse un impulso sale completamente del coche. Lleva una sudadera roja con la capucha echada sobre la cabeza. La miro. No distingo su rostro. ¿Será ella?

Llueve a mares. Querría pensar que es ella pero no soy capaz de reconocerla. No le veo el rostro. Aunque daría igual verlo porque en diez años podría haber cambiado mucho. Ella nunca me gustó. Esta no es de esas citas. No es un amor de mi adolescencia. Siempre consideré que era fea. Simple y llanamente fea. No tengo ningún interés en ella a ese nivel. Y creo que ella siempre pensó que yo era feo. Nos llevábamos bien.

El coche se aleja con el mismo sonido de motor diesel demasiado revolucionado. Las luces se alejan y la calle vuelve a quedar a oscuras. Desde que empezó la tormenta las farolas están apagadas. Sigo sin poder ver su rostro. Está considerablemente más delgada. La sudadera roja empapada se ciñe a su cuerpo y deja intuir una figura esbelta. Quizá demasiado esbelta. El cambio era de esperar. Era cuestión de tiempo. Avanza hacia el portal en el que me encuentro e introduce su mano derecha en la manga. Es posible que vaya a sacar algo. Quizá sea una pistola o algún otro tipo de arma. No se me ocurre otra razón para ese gesto. Meto la mano en el bolsillo del abrigo y agarro la culata de mi revolver. Coloco el dedo en el gatillo. Ella sabe que el único motivo por el que podría haber metido la mano en el bolsillo es el de coger una pistola. Nos conocemos.

Llega a mi altura y se detiene. La tengo frente a mí. Sigo sin poder verle el rostro porque la capucha le hace sombra. Es como tener enfrente una persona sin cabeza. Yo llevo el rostro descubierto y ella parece haberme reconocido. Saca la mano de su manga y en ella brilla el cañón de una pistola. He acertado y eso me satisface. Sigo teniendo intuición. Me apunta con el arma en silencio. Está lloviendo a cántaros y no hay nadie en la calle. Las farolas están apagadas.

―¿A qué has venido? ―le pregunto. Sorprendentemente consigo que no me tiemble la voz.

―A contarte historias ―su voz sigue siendo la misma y el tono irónico continúa sonando igual de hiriente―. ¿Tú qué piensas?

―Vienes a matarme.

―He traído una pistola.

―Luego vas a matarme.

―Tú también tienes una pistola.

―Yo pretendo matarte.

Toda la conversación se desarrolla en un quietismo absoluto. Mi voz suena mucho más firme de lo que hubiera esperado. Utilizo un tono convincente. Pero toda la certeza se desvanece cuando ella agita el cañón de la pistola frente a mí. Una gota de sudor frío recorre mi espalda.

―No estás en la mejor posición para ello ―responde al fin. Su voz nunca fue especialmente agradable, pero las palabras que utilizaba lo eran en ocasiones. Parece haber perdido el segundo de estos factores.

―No pretendo haber tomado posición alguna.

Con su mano izquierda echa la capucha hacia atrás. Es como estar frente a una persona que se parece a alguien que conocí. Lleva el pelo corto y un flequillo largo de medio lado. El hecho de ser rubia contrasta notablemente con la sudadera roja. Se ha maquillado sin excesos y lo que destaca son sus labios carmín. La miro a los ojos. Castaños. El primer reflejo es sonreír, pero si ella no lo hace el gesto resultaría absurdo. Agarro con fuerza la culata de mi pistola.

­ ―¿Quién era? ―Pregunto haciendo un gesto con la cabeza.

―¿El del coche? ―Responde ella repitiendo mi gesto como el reflejo de un espejo―. Un amigo al que le venía bien dejarme aquí.

―Le venía bien llevarte a matar a alguien ―continúo intentando averiguar cómo debería ser el tono del sarcasmo. Es una cualidad que siempre he apreciado de mí. La habilidad para decir lo mismo que ha dicho el otro pero con palabras hirientes. No es una simple cuestión de traducción. Es el arte de la tergiversación.

―El cínico de siempre ―en su tono se aprecia que ella no disfrutaba tanto como yo de esa habilidad.

―Pues tú no siempre fuiste rubia ―desgraciadamente es una capacidad de la que me resulta difícil salir. Posiblemente esté en su propia naturaleza.

Sé que ya no puedo hacer nada más. Vinimos a matarnos el uno al otro y por alguna razón he sido incapaz de sacar el arma. Ella me apunta a la cabeza y cualquier movimiento por mi parte sería más lento que la simple tensión de su dedo índice. Sigue lloviendo a mares y la ropa se ciñe cada vez más a su cuerpo. Siento ganas de besarla. Cada vez me resulta más atractiva. No estoy refrenando mi impulso de sacar el arma lo más rápido que pueda. Estoy intentando controlar un instinto sexual. La vida con ella podría ser interesante. Ideas fuera de lo normal y una relación apasionada. Antes también podría haber sido así, pero el hecho de estar bajo la lluvia dota de sensualidad a la idea. Lástima que ahora tengamos que matarnos.

―Por otro lado, estás muy cambiado ―continúa ella haciendo caso omiso a mis palabras―. Estás más guapo que la última vez que nos vimos.

Aquello hace que algo se desancle en mi interior. Algún eslabón se ha soltado dejando que el globo que mantenía amarrado vuele libre. Exhalo el aire sin haber percibido que lo había estado aguantando. Es una extraña sensación de alivio, una expectativa resuelta de manera satisfactoria. No me importa que me mate o que el tiro únicamente me deje malherido. Comparado con esa frase todo lo demás se disuelve en nimiedades. Ella nunca me atrajo sexualmente. De hecho, si alguna vez hubo algo que nos uniera fue la propia repulsión que nos causábamos. Además, hoy había acudido con la absoluta certeza de que ella intentaría matarme. Y sin embargo, ahora descubro que mi auténtica preocupación acaba de ser resuelta. Es más, ni siquiera recuerdo por qué hemos acudido hoy. Armados.

―¿Cuál fue el origen de todo esto? ―le pregunto a ella un tanto confuso.

―No hay origen ―responde ella de manera inmediata―. Ninguno de nuestros actos fue el desencadenante de todo esto.

―¿No fuimos nosotros quienes acordamos esta cita?

Ella parpadea lentamente, como una maestra calmando sus nervios ante el alumno que enlaza respuestas erróneas sin pensarlas.

―Nosotros la acordamos ―confirma ella sacudiendo imperceptiblemente la cabeza―. Pero la razón por la que concretamos que fuera así no estuvo en nuestras manos.

Es posible que ella piense que nuestros actos son como la lluvia. Algo que acontece indefectiblemente ante ciertas condiciones. Algo que lo impregna todo y se derrama por el mundo como caído del cielo sin más lógica que la necesidad. Y nosotros no somos más que objetos de la naturaleza sujetos a leyes físicas que cumplen con el desarrollo de la cadena.

―No creo que con eso solucionemos nada ―corto tajantemente―. Decir que no sabemos por qué hacemos las cosas no es dar una respuesta sino silenciarnos para siempre. Los dos estamos aquí y debe existir una respuesta para ello.

Ella me mira a los ojos y se encoge de hombros.

―Si no hay respuesta quizá sea porque no hay realmente una pregunta.

―¿Y hemos venido a matarnos sin saber por qué?

―¿Acaso sabemos algo más que el instante?

Llueve con menos fuerza pero sigue lloviendo. Su pistola sigue apuntándome directamente a la cara. Su expresión es fría y su cabello rubio. ¿Por qué se habrá teñido el pelo? Seguramente esté relacionado con el hecho de que ahora se encuentre frente a mí, empuñando un arma. Incluso uno de estos dos factores podría ser la causa del otro. O no depender en absoluto de nada de lo que ahora mismo está ocurriendo.

―¿Pretendes que me crea que el mundo es así de absurdo?

―Intento hacerte ver que saber lo que hacemos es tan difícil como saber por qué lo hacemos ― noto como su dedo índice se tensa en torno al gatillo ―. Yo ahora mismo voy a mover los dedos de mi mano y posiblemente esto nos lleve a una situación distinta. Pero no sé cuál será hasta que suceda.

Mis dedos se aferran a la pistola que llevo en el bolsillo. Ella lo sabe y posiblemente se refiera a este acto al hablar de una nueva situación. ¿Cuál ha sido la causa de mis actos? Si ahora desenfundara mi pistola y disparara antes que ella consiguiendo matarla ¿habría sido aquel movimiento de su dedo la causa de su propia muerte? Me doy cuenta de que no sé qué es lo que estoy haciendo en este momento. Mis motivaciones han desaparecido. Estoy a la espera de estímulos que dirijan mis actos. Sin motivo para ello sacudo la mano de mi bolsillo con la intención de que ella la vea. Quiero ver su reacción al creer que voy a sacar un arma. Pero ella no se mueve. Permanece impasible con el brazo estirado hacia mi cara y el dedo flexionado sobre el gatillo. No todos los estímulos funcionan. No todo lo que sucede son causas.

―Nunca fuiste muy listo ― asegura lentamente ―. Siempre tratando de buscar la razón de todo, la lógica del mundo, ¡el sentido de la vida! ―Y mientras lo dice agita el cañón de la pistola en pequeños círculos concéntricos.

―Y tú siempre tan absurda. ―Mis palabras salen sin fuerza, incapaces de herir en ningún sentido.

―Por eso yo ahora tengo la pistola y tú aún no la has sacado del bolsillo. Seguro que antes de venir has estado dando vueltas por la habitación, tratando de decidir si cogías o no el arma, buscando un motivo, una razón, por la cual debías coger la pistola con la intención de utilizarla. No podías decidirte. De hecho, has estado dudando entre venir o no. Te has sentado en el sillón, te has levantado, te has vuelto a sentar, has ido hasta la ventana y has vuelto al sillón. Has simulado tener un conflicto interior, como si tanto una como otra posibilidad contaran con motivos suficientes para llevarla a cabo. Y entonces te has levantado, has cogido el arma y has salido por la puerta pese a la lluvia. Después has tomado un camino muy concreto, el mismo que siempre haces cuando pasas por aquí, uno que sabes que es más corto pese a que hoy te apetecía tardar un poco más de lo normal. Por eso has llegado demasiado pronto, con un arma en el bolsillo y ningún motivo para utilizarla.

―¿Y me vas a matar por ello? ―Es la pregunta más ingeniosa que se me ocurre. Haber visto descrito mi día con tanta fidelidad me ha dejado bloqueado. Ha dejado de llover pero no creo que pueda secarme nunca. Ella está frente a mí, con un mechón rubio pegado a la frente y completamente empapada. Quizá la causa de todo esto sea el color que elegí en tercero de primaria para pintar el cielo. Posiblemente eso pusiera en funcionamiento una cadena infinita de causas. Azul cielo. Ni una sola nube. Visión clara. Despejado. Si hubiera situado una nube, hubiera elegido otro color para el cielo o hubiera dibujado el sol en el centro, la profesora no hubría puesto mi dibujo junto al de ella y nunca nos hubiéramos conocido. Ahora estaría en otra parte, jugando una partida de póker en Paris después de una cena en el Bateaux Mouches. Pero sucedió así y no sé hasta qué punto aquel color era el mejor para el cielo.

Ya no llueve. Es de noche y las farolas no funcionan. La tormenta ha pasado. Ni una nube en el cielo. Pequeñas estrellas de número infinito. La noche es clara. La idea de morir me genera pensamientos o son ellos los que generan la idea de morir. No importa la dirección de la cadena. Tampoco importa el hecho de que cogiera el arma pero no la cargara. No encontré motivos para ello. El cielo, oscuro, parece más claro que cualquier otro que haya visto. No sé de qué será causa todo esto, qué sucederá a continuación debido a que ella apriete el gatillo. Posiblemente yo muera o me despierte en París. Pero eso es lo de menos. Eso no es el verdadero efecto de todo esto. Quizá cambie el color del mundo o alguien se enamore de quien no debe. Tampoco importa porque esto no será decisivo. No es más que un eslabón anclándose a otro con un fuerte estampido.

FIN

Enrique Forniés Gancedo

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