martes, 27 de noviembre de 2012

El marco

Llegó el día en que no pude soportarlo más y le hice la pregunta:

—¿Por qué tienes un marco vacío en la mesilla?

Efectivamente. Encima de la mesilla del salón, bajo un flexo que apuntaba hacia abajo con aspecto cansado, mi tío tenía un pequeño marco fotográfico, de color negro lacado y del tamaño de una cuartilla doblada por la mitad. Aquel objeto había atraído mi atención desde que era niño pero nunca me había atrevido a comentarlo. Recuerdo que las primeras veces que reparé en él no le presté demasiada atención. Debía tratarse de un cuadro que había quitado o de una fotografía que pondría próximamente. Sin embargo, cada vez que iba con mis padres a visitar a mi tío, yo aprovechaba para echar alguna mirada furtiva al marco. Nadie más lo hacía y nunca escuché a mis padres comentar nada sobre este asunto, por lo que tampoco me atrevía a ser muy descarado al respecto. Por aquel entonces pensé que debía existir alguna explicación que pertenecía al mundo de los adultos, una razón fuera de mi alcance y que todos entendían menos yo. Así que, por no quedar como un tonto, decidí mantener vigilado aquel objeto sin poner sobre aviso a nadie. Tampoco es que me sentara a observarlo. No esperaba que comenzara a moverse o cambiara de color. Simplemente me limitaba a echarle un corto vistazo cuando llegábamos a su casa y otro cuando nos íbamos.

Después, con el tiempo, aquello que me inquietaba comenzó a convertirse en lo único que me aportaba tranquilidad. Yo iba creciendo y comenzaba a descubrir mis primeras angustias. El amor, la muerte, las primeras teorías metafísicas sobre la realidad. Pensaba que pocas cosas eran importantes y que la mayor parte del tiempo lo perdíamos en obligaciones y mandatos que procedían de otras personas. Aquello me preocupaba porque parecía que alguien había acelerado el paso de los acontecimientos y únicamente yo parecía haberme dado cuenta. Tenía un ansia de vivir atroz, pero no sabía cómo hacerlo. En aquel periodo, el marco se convirtió en una especie de asidero, en una piedra en medio del río que no se dejaba arrastrar por la corriente. Todo cambiaba a su alrededor menos él, por lo que cada vez que iba a casa de mi tío y descubría que continuaba allí, delimitado únicamente por los cuatro pequeños y oscuros bastidores, se me escapaba de manera inconsciente un suspiro que nadie más escuchaba.

No recuerdo exactamente cuándo comencé a visitar a mi tío sin mis padres ni la razón por la que empecé a hacerlo. Lo único que sé es que, cuando estaba en la universidad, comencé a tomar por costumbre ir a comer a su casa dos viernes de cada mes. Nadie lo estableció así, pero cuando me di cuenta hacía tiempo que se había convertido en una costumbre. A menudo comíamos en el salón, en una mesa baja que tenía frente al sofá, de manera que aquel marco quedaba a mi izquierda, tan cerca de mí que podría haberlo cogido en cualquier momento. De hecho, alguna vez pensé en hacerlo: cogerlo como si me hubiera llamado la atención repentinamente y juguetear con él entre las manos mientras lo observaba esperando a que él me dijera algo. Pero nunca encontré la fuerza para ello, pues imaginaba que si lo hacía ofendería a mi tío de alguna forma. Por aquella época me gustaba decir que había algunas personas que tenían aura. Lo decía de todas aquellas a las que consideraba que se ocupaban de lo realmente importante y vivían sin que les afectasen las cosas comunes. Es posible que hicieran lo mismo que el resto de personas, pero lo hacían por otros motivos. Y como desconocía los motivos por los que aquel marco había llegado allí, no me atrevía ni siquiera a tocarlo.

Como decía, por aquel entonces me asaltaban esas angustias metafísicas que más adelante acabaría matando con el trabajo. Inquietudes que pensé oportuno comentar con mi tío, pues él parecía emanar una especie de equilibrio físico y emocional del que yo carecía completamente. A causa de estas conversaciones, comencé a frecuentar su casa más a menudo. Aquellas charlas se producían por lo general después de comer porque también fue en aquella época cuando comencé a aficionarme al café. En ocasiones, nuestras conversaciones se prolongaban hasta la noche sin que perdieran su ritmo constante. Los argumentos fluían y me sentía arrastrado por la necesidad de las palabras. Hablaba porque no tenía más remedio que hacerlo. Sin embargo, pese a que en innumerables ocasiones llegué a confesarle cosas terribles sobre mi propia personalidad y los deseos que impulsaban mi vida, nunca me atreví a mencionarle nada sobre aquel marco vacío que parecía escuchar atentamente cada una de nuestras conversaciones.

Recuerdo que la noche que cumplí veinte años soñé con aquellas cuatro maderas lacadas de color negro. Lo tenía en frente de mí. En ocasiones parecía tan grande como una puerta y otras era capaz de sostenerlo en la mano. En el sueño seleccionaba fotografías que tenía dispersas sobre una mesa sin bordes y trataba de hacerlas encajar dentro de aquel cuadrado. No sabía cuándo se habían hecho, pero yo era consciente de que aquellas fotografías eran mis recuerdos y únicamente aquellos que pudieran encajar dentro del marco se salvarían. El resto serían quemados por alguien que vigilaba aquella escena desde algún punto de la oscuridad. Recuerdo la angustia de tratar de encajar las fotografías, una detrás de otras, doblando las esquinas, poniéndolas en horizontal, girándolas, presionándolas con fuerza contra el marco. Entonces el sudor comenzó a brotar a borbotones por todos los poros de mi piel e inundó la mesa sobre la que estaban repartidas todas las imágenes. Yo gritaba que me estaba desangrando pero en realidad decía que me estaba olvidando de todo. Entonces saltaba encima de la mesa y caminaba hacia el marco. Como todas mis fotografías se habían ido con la corriente mi cuerpo apenas pesaba y flotaba sobre mi propio sudor. Así que caminé hacia aquel marco que ahora parecía medir más de dos metros de alto. Caminaba hacia él a pesar de que era consciente de que cuando me encontrara entre aquellos bastidores, algo terrible iba a pasarme. Cerré los ojos y continué caminando. Cuando los abrí no vi el marco delante de mí. Giré la cabeza y lo encontré a mi espalda. No recuerdo más del sueño.

Aquella imagen comenzó a asaltarme de vez en cuando. Era un pensamiento recurrente que me golpeaba en los momentos más inesperados. Si leía un libro, enseguida encontraba menciones a marcos de referencia o cuestiones encuadradas en un contexto. Si hablaba con alguien, me contaba el cuadro que se me había montado en su casa cuando se rompió el marco de la puerta de entrada. Si trataba de dibujar algo, únicamente podía trazar esquinas que se unían mediante líneas horizontales. Aquel marco nunca aparecía como tal frente a mí, nunca se materializaba como un objeto, pero las situaciones que evocaban su imagen se me hacían cada vez más habituales y me golpeaban cada vez más fuerza. Todo lo que me sucedía en el mundo podía representarse como un marco vacío. No volví a soñar con aquel objeto, pero toda mi realidad se encontraba rodeada por él y comencé a pensar que en todo aquello había un sentido que nunca sería capaz de descifrar por mí mismo. Necesitaba alguien con una capacidad superior, alguien con un pensamiento con mayor alcance que el mío. Me sentía como un daltónico que por más que observa dos tonalidades distintas jamás logrará averiguar dónde se encuentra la diferencia.

Fue por eso por lo que se lo pregunté. Un día, en mitad de uno de aquellos silencios reflexivos y a veces incómodos que manteníamos tras un cruce de argumentos, mi estado de nervios llegó a un límite insoportable. Es posible que el café tuviera algo que ver al respecto. Agarré aquel pequeño recuadro vacío de madera lacada y dije:

—¿Por qué tienes un marco vacío en la mesilla?

Recuerdo que se echó hacia atrás y esbozó una sonrisa de medio lado que dejó entrever su colmillo derecho. Aquella mueca lobuna hizo que algo se me removiera por dentro.

—Me gusta que esté vacío —me contestó—. Mientras no contenga nada siempre podrá contener cualquier cosa. Si colocas la fotografía de un paisaje o de una persona, pero luego deseas dejar de ver cualquiera de las dos cosas, no bastará con que te deshagas de la imagen. La seguirás viendo aunque el marco esté vacío. Si realmente quieres olvidarla tendrás que deshacerte del marco. Sin embargo, si nunca pones nada, siempre podrá contener cualquier cosa.

Algo en sus palabras o en el tono en el que las pronuncio me sugirió un fondo de pose y falsedad, un papel bien aprendido que había estado guardando hasta que alguien le preguntara por aquel marco. Aquella contestación, tan intencionadamente cargada de metafísica, me decepcionó. El aura de mi tío se desvaneció en aquel mismo instante porque supe que si hacía las cosas por motivos diferentes al resto de personas, era por casualidad, puesto que ni él mismo sabía los motivos por los que tenía un marco vacío encima de la mesilla. Aquellas razones las había inventado alguna tarde de aburrimiento y había quedado tan satisfecho con ellas que había decidido compartirlas únicamente con quien considerara digno de conocerlas. Sin embargo, a mí me parecieron ridículas, absurdas y tan cargadas de superficialidad que perdí el interés por ellas de inmediato. Desde aquel momento, mi tío pasó a convertirse en alguien completamente plano y sin nada interesante que decir acerca de mis angustias y preocupaciones personales. En cierto modo, me sentí traicionado, por lo que decidí guardarme aquellas inquietudes para mí mismo y no volver a compartirlas con nadie.

No sé muy bien por qué pero últimamente me acuerdo de aquellos momentos de mi vida. No sé si fueron felices pero los recuerdo con nostalgia, que viene a ser lo mismo. Me he mudado a una ciudad distinta y mis cosas están distribuidas en el interior de varias decenas de cajas dispersas por el salón de una casa nueva. He sacado mis pertenencias más básicas, lo mínimo para poder subsistir hasta que consiga sacudirme la pereza y comience a ordenar mi vida. Sin duda, lo que más me está costando es decidir dónde colocaré el marco vacío.

FIN

Enrique Forniés Gancedo


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martes, 20 de noviembre de 2012

Causabilidad

El despertador tronó a las cinco de la mañana porque el día anterior lo había dispuesto así. Lo hizo porque había recibido una llamada citándole para una entrevista de trabajo al día siguiente. Llamada que era el fruto de haber mandado su currículo a una oferta de empleo que encontró en una página de Internet. Bajo otras circunstancias podría haberse levantado más tarde, pero dos días atrás se le había averiado el coche al no pisar correctamente el embrague durante un cambio de marchas, así que debía hacer el trayecto en transporte público y desconocía el tiempo que esto le llevaría. La caja de cambios se había estropeado porque forzó la palanca sin pisar el embrague hasta el fondo, pues su condición de zurdo había provocado que tuviera el pie izquierdo resentido por haber dado una patada a una lata que, pese a estar tirada frente a su casa en la acera de la calle, no estaba vacía.

Aun cuando lo hubiera prometido, el mecánico no le había devuelto el coche a tiempo porque no había conseguido terminar todo el trabajo que tenía previsto para esa semana. Y no lo había hecho porque llevaba durmiendo mal algo menos de un mes. Daba vueltas en la cama, le habían salido brotes de dermatitis y discutía con su mujer acerca de la responsabilidad de cada uno sobre el hecho de que su hijo hubiera suspendido cinco asignaturas. Discutir lo alteraba, así que después de estas conversaciones no conseguía conciliar el sueño. Sin embargo, desconocía que su hijo suspendía porque no le gustaba lo que estudiaba. Hacía tres años que había elegido aquellas asignaturas que su padre le sugirió únicamente porque sabía que a su padre no le gustaba discutir y no pretendía disgustarlo. Era un buen chico aunque algo confuso. El caso es que, al no contar con el coche a tiempo, la tarde anterior a la entrevista había tenido una amarga discusión con el mecánico durante la cual le hizo saber lo importante que era para él haber tenido el coche ese día y lo mucho que le afectaba su irresponsabilidad.

Continuaba dándole vueltas a aquellas ideas cuando se apeó del autobús. El lugar donde se encontraba la parada era el comienzo de una calle infinita con inmensas naves industriales plantadas a los lados. Dio la casualidad de que era la primera vez que el conductor hacía aquella ruta, así que no pudo darle ninguna de las indicaciones que le pidió. Era pronto, por lo que no había nadie caminando por las aceras. Los únicos habitantes de aquel lugar parecían ser inmensos camiones de seis ejes que pasaban a su lado desprendiendo ruido y calor. Se detuvo tratando de recordar el nombre de la calle que le había dicho aquel tipo por teléfono. Cuando colgó había apuntado la dirección en un borrador de mensajes en el móvil, pero había dejado el teléfono en casa porque esa misma madrugada se le había quedado completamente sin batería. Lo había llamado una amiga a las cuatro de la mañana para contarle que su gato había muerto. Lo había llamado a él porque sabía que era la única persona que podía entenderla. Habían mantenido una relación dos años atrás en la que compartieron muchas confidencias al coincidir con un periodo duro de la vida de ella. A los dos meses de comenzar la relación, los padres de aquella chica habían muerto en un accidente de tráfico. Desde aquel instante, se había volcado en él completamente y él se había acostumbrado a escucharla en todo momento. Aquella madrugada afirmó una costumbre que nunca se había perdido: ella sentía necesidad de hablar con alguien que comprendiera la importancia de que su gato hubiera muerto, así que él la escuchó hasta que su móvil también murió porque sabía que ella lo había pasado mal con la muerte de sus padres. Así que esa mañana había tenido que marcharse sin teléfono móvil y sin la posibilidad de comprobar una última vez la dirección que le facilitaron. Y ahora se encontraba en medio de una calle sin principio ni fin, incapaz de recordar la dirección porque no hacía más que acordarse de ella y de su gato y de lo mucho que le habría afectado aquello debido a su carácter sensible a esas cosas desde la muerte de sus padres. Además, él había tenido una gata, por lo que era consciente de lo que suponen ese tipo de cosas.

Decidió caminar en línea recta, calle arriba, porque no podría haberlo hecho de otra forma. Buscar de manera aleatoria por las callejuelas que salían de uno y otro lado hubiera sido tan ridículo como absurdo. Resultaba imposible calcular las probabilidades de acertar por casualidad con la que calle que estaba buscando. Decidió que caminaría por la avenida principal, en línea recta, hasta encontrarse con alguien a quien pudiera preguntar, aunque tampoco tuviera muy claro qué podría haber preguntado de haberse encontrado con alguien. Pero esto último no importaba. Al fin y al cabo la decisión estaba más allá de toda lógica: caminar en línea recta era lo que hacía cuando se perdía desde que tenía nueve años. Dando un paseo con sus padres se había soltado de la mano de su madre porque en aquel preciso instante el dueño de una tienda de juguetes colocaba en el escaparate un oso panda de peluche del tamaño de una persona adulta. Se acercaba la navidad y aquel hombre, dueño de una pequeña pero luminosa tienda, siempre había sentido preferencia por los osos panda desde que sus padres le regalaron uno de peluche el día que le sacaron una muela porque le estaba saliendo otra exactamente en el mismo sitio. Cuestión de genética, pues a su abuelo le había pasado exactamente lo mismo y como por aquellos tiempos no se estilaba tanto ir al dentista, estuvo toda la vida con dolores en el lado izquierdo de la boca. Cuando giró la cabeza para comentar el tamaño del oso con sus padres, en lugar de con sus padres se encontró con un agitado mar de piernas. Así que dio media vuelta en línea recta y caminó tratando de no llorar hasta que un policía lo encontró y lo llevó a comisaría, donde sus padres lo recogieron. El policía le recriminó su falta de responsabilidad y lo mucho que habría disgustado a sus padres debido a lo importante que un hijo es para ellos. De camino a casa, para aliviarle el llanto y como adelanto de lo que iba a ser su regalo de navidad de todas formas, al pasar frente a una tienda de animales, sus padres le regalaron una gata color canela con rayas en el lomo. Así que, siempre que se perdía, caminaba en línea recta hasta que encontraba algo que le sirviera de referencia debido a la muela torcida de aquel señor que murió antes de que él naciera.

Pese a que tanto él como el tiempo avanzaban, las aceras continuaban desiertas. Sus únicos acompañantes eran aquellos gigantescos camiones de seis ejes que pasaban por su izquierda haciendo retumbar el pavimento. Al tropezar con un bache, de la caja de uno de aquellos camiones salieron disparadas varias plumas blancas, probablemente de gallina. Imaginarse aquellas aves, apiñadas en jaulas unas encima de otras, le hizo sentir nauseas. Eran cosas como esa las que le reforzaban en su vegetarianismo. Decidió dejar de comer carne a los doce años. Soñó que se comía a la gata que le regalaron sus padres mientras ésta le pedía explicaciones al respecto. Como en el sueño no encontró ninguna razón que darle al animal, una vez despierto tampoco la encontró para continuar comiendo carne, así que, en cuanto sus padres se lo permitieron, abandonó el hábito de consumir de carne. Aquello hizo que comenzara a soñar con fundar una granja ecológica donde a los animales se los tratara con delicadeza y respeto. Principalmente tendría vacas y gallinas que, junto a lo que plantara en el huerto, le aportarían lo básico para vivir. Sin embargo, aquel proyecto se quedó en conseguir que a los dieciséis años sus padres le dejaran cruzar a la gata. Después, como no podía hacerse cargo de ellos, los cachorros fueron regalados a diferentes personas. Y algunas de aquellas mascotas fueron también cruzadas. Una de ellas, una gata también de color canela pero sin rayas en el lomo, tuvo una camada de tres machos y dos hembras. De estos, el macho de la mancha negra en la punta de la nariz fue adoptado por una chica cuyos padres morirían en un accidente de tráfico probablemente debido a un fallo en los frenos del coche. Ella nunca hubiera tenido gato, pero aquella mancha en la nariz le despertó algún tipo de ternura. Él había pasado incontables tardes lluviosas acariciando a aquel gato.

El camión se detuvo unos metros más adelante, frente a la puerta de una nave industrial de paredes grises y puerta metálica. Posiblemente, hubiera sido la oportunidad idónea para preguntar al conductor por la dirección que andaba buscando. Sin embargo, no hubiera servido de nada porque seguía sin poder recordar la dirección porque el gato de su novia se había muerto. Además, comenzó a sentir nauseas ante la idea de cruzarse con el individuo que conducía aquel camión: alguien al que no le importaba el trato que se le diera a los animales siempre y cuando pudiera intercambiarlos por dinero. Pero si continuaba caminando por aquella acera no tardaría en pasar junto a la cabina del vehículo. Además, tampoco podía soportar la idea de pasar junto a aquellas jaulas y asistir al horrible espectáculo que seguramente encontraría. Le asaltó la imagen de sí mismo devorando a su gata mientras ella le pedía explicaciones con una enigmática sonrisa bajo los bigotes. Miró hacia ambos lados y comenzó a cruzar la carretera adelantando con cuidado el pie izquierdo porque todavía lo tenía resentido desde que había dado aquella patada a la lata de la calle que resultó no estar vacía.

No vio acercarse al camión que venía por su izquierda porque el último lado al que miró mientras comenzaba a cruzar la carretera fue el derecho. Tampoco lo escuchó porque apenas oía por su oreja izquierda desde que su hermano le metió en ella un lápiz durante una discusión cuando tenía cinco años. Por eso tampoco había oído alejarse a sus padres cuando se quedó mirando el inmenso peluche en la tienda de juguetes y por eso caminaba recto cuando se perdía. De ahí que le hubieran regalado un gato cuya descendencia moriría años más tarde dejándolo a él perdido en la calle sin una referencia clara sobre el lugar al que se dirigía. Pero aquel lápiz no hubiera tenido punta si su tía no le hubiera regalado un estuche con un set de dibujo que incluía un brillante sacapuntas amarillo de plástico. Se lo regaló porque aquel quince de mayo era su cumpleaños, pues sus padres lo engendraron en agosto durante un viaje a California. Durante aquel viaje, sus padres recogieron un pequeño puñado de piedras en cada uno de los lugares que visitaron. Después, como símbolo de su felicidad y el futuro que adivinaban, los guardaron todos en una lata que hacía tiempo que no encontraban.

Durante el juicio, el camionero aseguró que no podía esperar que aquella persona saltase repentinamente delante del vehículo. Estaba caminando en línea recta y de pronto se lanzó a la carretera. Nadie podría haberlo averiguado. Además, el conductor alegó que, si pretendían ser seres humanos, todos los asistentes debían comprender su situación: su padre estaba enfermo y venía directamente del hospital con serias y profundas preocupaciones en la cabeza. Era imposible que hubiera podido percatarse de las absurdas e ilógicas intenciones suicidas de aquel hombre: esa gente está desesperada y actúa sin sentido. Y era cierto que había pasado la noche en el hospital, acompañando a su padre, sin apenas dormir, porque aquella noche su hermano no se pudo quedar aunque le tocara hacerlo. Discutieron y se acusaron entre ellos de no ponerse en el lugar del otro.

Falta de comprensión: es lo que dijo el conductor que había en este mundo cuando lo citaron a juicio.

FIN

Enrique Forniés Gancedo

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martes, 6 de noviembre de 2012

Cronometría

Alzado sobre mis huellas
observo el surco liso y muerto de los años.

He recorrido la historia de las piedras
con caminar de paso adelantado
y la frágil seriedad
de un fusil en la espalda.

No me arrepiento de hollar el mundo
ni de hablar por encima del suelo:
fue siempre necesidad de la existencia
y de no encontrar lugar
donde hallar la lluvia.

El resto es un ademán de palabras
que llena el surco de piedras.

Entonces cruzamos dos miradas,
despejo las incógnitas
y desciendo con la alegría
de haberme confundido de huellas.

Enrique Forniés Gancedo

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